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miércoles, 13 de octubre de 2010

Los días de millones de años


      Entra el mundo por el atajo limpio de los ojos. Toma el ancho camino de un nervio que late, que elástico aprisiona y escupe hacia adentro las formas que están allí para ser tragadas, almacenadas en espacios intangibles y aún vacíos, un sitio donde bien cabe todo ese mismo mundo.
     Entra, desordenado y sin membretes, y una vez adentro se expande hasta golpear los muros de niebla donde reverberan las sílabas futuras.


I- La memoria

Despertó, y aún no había amanecido.
Encaramado en el follaje, agazapado y alerta, sintió que era el mismo viento que venía del lado de las tierras altas quien habría de teñir aquellos bordes escabrosos con el color del agua que escapaba del vientre de las bestias, el agua espesa que una y otra vez, movidos menos por instinto que por curiosidad, ellos habían visto fluir allá abajo, mientras los colmillos despedazaban la carroña en un tumulto de manadas hambrientas, y aún después, cuando los más arrojados bajaban presurosos a rescatar los despojos todavía calientes.
Animado de un impulso absurdo se dio a torcer la rutina habitual del descenso (la búsqueda entre inmediata y silenciosa de las bayas que calmaran su despertar voraz) y emprendió el camino inverso, aferrando una por una las ramas que iban apareciendo sobre su cabeza, trepando más y más hacia lo alto, hasta que solo tuvo encima el aire todo y aquel río donde brillaban los ojos apiñados y titilantes de millones de peces que sus dedos estirados hasta la furia no alcanzaban a tocar.
Alrededor, la selva era un inmenso y suave oleaje que rompía, verde, oscuro, contra la espina dorsal del monstruo dormido, el vedado territorio de piedra e intemperie donde ellos jamás se aventuraban. Miró hacia allá, y entre el alboroto de graznidos lejanos vio crecer, lento, aquel resplandor tenue que espantaba los peces, y anticipó por primera vez el arribo de la luz colosal, el ojo único que quemaba los ojos allí mismo, entre los picos. Y cuando al cabo divisó esa porción mínima de anillo se agitó con júbilo, y estremeció la fronda con chillidos y ramalazos y se golpeó el pecho con puñetazos casi enfurecidos.
Los más cercanos de su grupo, atemorizados, retrocedieron.

II- El placer

Abrió la mano, la cerró. La volvió a abrir, la volvió a cerrar. A cada movimiento se entretenía identificando las líneas, nunca iguales pero siempre parecidas, que los pliegues de la piel encallecida iban dibujándole, las matas de pelo rígido, las uñas sin forma. Ensayó el mismo juego con la otra mano. Deslizó una yema robusta sobre la palma tajeada de surcos, rota, y mirándose absorto se tocó la punta de los dedos entre sí; los movió en conjunto, sin autonomía, con una insistencia abúlica que terminó por encajarlos unos en otros. Alzó el brazo y sujetó una horqueta. La quebró con un giro brusco, oyó el chasquido de la rotura, la atrajo hacia sí. Volvió a mirarse ahora el contorno de sus nudillos, los dedos firmes aferrando todos a un tiempo ese trozo arrancado, la espesura salpicándole la cara a cada golpe dado brutalmente contra el ramerío, hasta que al fin se desatendió y, soltándolo, lo vio estrellarse contra los troncos y desaparecer entre los matorrales.
Bajó por fin, en un balanceo sigiloso y contenido, y se dispuso a tomar alimento. De los frutos que aún colgaban de las cepas más bajas escogió los más brillantes, empapados como él de un rocío reciente, y los deshizo a dentelladas precipitadas, sintiendo el jugo chorreándole por los costados de la boca, y en esa misma avidez se llevó los dedos a recuperar el enchastre de almíbar que le corría por el cuello, por el pecho velludo, en un gesto largamente repetido de la especie pero que en aquella mañana comenzaba a liberarse de su causa, y en su tosquedad se apoderaba de un motivo que le era propio, ajeno al hambre y a todos los desvelos arraigados en el afán de sobrevivir.
La lengua hurgó los recovecos de la coraza, untó el paladar, persiguió toda la extensión de sus labios gruesos como peñascos. Chupó cada uno de sus dedos hasta que solo recibió el hedor de su pelambre, la suciedad honda  de esos días en que el sol vomita todo su aluvión de fuego y los predadores buscan el amparo umbroso de la selva, y ellos se atrincheran allí arriba, en su escondite de hojarasca y oscuridad.


III- El caos

Las aletas de la nariz se le abrieron formando dos círculos cuando la primera de las ráfagas pasó sobre la superficie, y el ruido sostenido de las hojas entrechocándose se confundió con el griterío de la manada.
El aire era entonces un cúmulo de olores remotos, un remolino de señales difusas y mordientes que pasaba atropellando las copas y le asestaba latigazos cada vez más violentos en los márgenes del rostro, le obligaba a mirar por las hendijas la vastedad de ese otro territorio que comenzaba más allá de la franja líquida y fresca donde moría la sed. Y lo que vio a lo lejos lo desconcertó: una escama precisa, ahora incandescente, supuraba en el lomo de la bestia, exhalando una bruma oscura, sólida y vertical que una vez alta se desarrollaba en vaivenes hasta hacerse un todo con el cielo infectado de nubes ominosas y polvo. Y más aún lo desconcertó la estampida de colmillos y cuernos por el llano, las numerosas bandadas de rapiña que cobraban altura y pasaban raudas sobre sus mismos ojos, sin verlo.
Chilló.
De a uno fueron emergiendo desde la espesura los otros, un repentino sembradío de cráneos orientados todos hacia aquel misterio. Por un instante, la tierra se sacudió con un temblor ligero, que se transmitió a las raíces y ganó las fibras vegetales, bifurcándose en itinerarios de vértigo hasta alcanzar los orificios de la piel, como una picadura.
Era bien simple: lo inusual tenía entonces la forma del peligro. Y fue así, mientras los más jóvenes y ágiles se precipitaban como un cardumen entre las ramas, y los más viejos saltaban desesperados hacia las matas más bajas buscando el suelo liso que seguía el curso del arroyo, que sucedió: el rugido simultáneo de todo un cosmos de animales hambrientos rebotó en la tarde con fragores de pánico; la montaña enloquecida y magnífica soltaba a los confines gruesos escupitajos de piedra incinerada que caían sobre los pastizales, incendiándolos, y él, hechizado, atenazado a las cumbres bamboleantes no lograba más que asentir con sus pequeños ojos a esa nueva maravilla, tragándose todo ese universo ignorado que explotaba frente a sí con la fuerza del origen, de lo que ahora mismo estaba creándose para siempre.
Comenzó a arder, allá cerca, la selva. Un crepitar salvaje crecía desde las copas súbitamente resecas, el viento se empecinaba en difundir las piras en medio de torbellinos furiosamente anaranjados, y él se llevó una mano al rostro y soltó un sonido breve, distinto. Algo bruñía en algún sitio entre la mirada y la boca. No esa andanada de alaridos que tanto servía para convocar o espantar, no; otra cosa. Intentó recobrar esa voz y no pudo. De pronto, un velocísimo espasmo de luces reiteradas se agitó de uno a otro extremo de la planicie, bajo las siluetas oscuras que avanzaban sobre el aire, cegándolo, y el primer golpe le dio de lleno en la frente y lo quitó del letargo. Un segundo golpe chocó contra un párpado y se pulverizó en astillas de agua. Al cabo, las nubes derretidas soltaron su carga de lluvia, que convertida en un solo y compacto bloque venía a calmar el tormento de los pastos, a corregir la torpeza del fuego, a reanudar el orden.
De cara a la lluvia, logró desprenderse a un tiempo de la sed y el miedo. Cuando volvió a mirarse, descubrió que su pelaje se aplastaba y adquiría el tinte de la tierra húmeda, inusitadamente brillante, mientras le iba corriendo por debajo un escozor que en un reflejo lo llevó a frotarse con furia. Por fin, aterido de frío, descendió hasta su hueco en el árbol.
Miró alrededor. Estaba solo.


IV- El cosmos

Giran los astros en órbitas ceñidas, apretadas, y en el centro reina el disco monumental y amarillo, colgado en el aire iluminado de la noche. Extiende su luz de sosiego, apacigua el andar encabritado de los vientos, enmudece el pulso de la tierra.
Ha subido así, ya gigante y nacido de las aguas, y desde allí en lo alto esparce sus gotas de silencio, suelta su mirada pacífica de dios en reposo.
Quieto, enteramente fascinado en lo alto de su atalaya, él acerca una mano abierta y lo sostiene. Hunde sus dedos en los cráteres (ese dibujo que han trazado los años cayendo por millones) y los retira manchados de luz. Busca, sin hallarlos, los ojos de ese animal amistoso, persigue los surcos sinuosos que le atraviesan la cara, quiere aplacarle ese dolor de náufrago que ostenta.
Aúlla. Y en ese aullido que recorre las vetas perforadas de lo que ha quedado de la selva está soltando los añicos de su propio abandono, sumando su soledad a la soledad de un mundo que ha dejado de ser, un mundo que recién ahora comienza a conocer.
Nada se mueve, nada se oye.
Y la luna sigue creciendo...

(Fragmento)

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