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miércoles, 13 de octubre de 2010

Carla y Joel

A un metro de estatura
llovizna su pelo como de sauces,
que el viento se empeña
en trocar por estalactitas rubias
tiznadas de un ácido gris perla.

Una muñeca de hilacha y trapo
atada al dedo la persigue
en su disparatada carrera
de baldíos,
saltando a intervalos de piedras y latas vacías,
de perritos mutilados,
gatos rengos.

Allí está el tacho herrumbrado, el atalaya
sometido al envión y la trepada
de bracitos lastimados
y nariz pringosa.

Un ligero clic
enciende
el televisor,
su mundo que transmite
a pura cadena nacional
la misma sucesión imperturbable
de ranchos apretados,
circunspectos, desparejos,
con sus techos torcidos
husmeando zanjas,

los pastizales de aceite embellecidos
por el fuego,
lingotes de acero abandonados
y apilados aún
en su arcaica figura de grúas,
allá lejos,
todo ello a la vera de un río que dormita
forrado de acuarelas zigzagueantes.

Cadáveres de lauchas destripadas
sacan la lengua
a los nuevos cazadores,
rociando de perfumes argentinos
el ocaso.

Y entre los chanchos
que el agua no alcanza
el silbo de Joel señala el cielo
donde el sol, en un gesto último
que salve este día malogrado
pinta
una cometa verde
que flota, allá en lo alto
como un camalote.

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