Es de noche.
El silencio es apenas quebrado por el andar de un reloj ya viejo, uno de esos relojes con grandes agujas de metal llenas de firuletes y doce números de estilizados caracteres ingleses, grotescos y rechonchos, dispuestos en círculo. Un reloj que, como todo lo viejo, se ha vuelto un tanto cascarrabias, sobre todo cuando a veces se le traba el brazo más largo y le cuesta un Perú avanzar hasta la rayita del disco que indica el minuto siguiente. Es ahí cuando le da por callarse la boca, que es lo único que nunca debe hacer un reloj que se precie, máxime cuando uno recién se ha tomado el trabajo de aferrar una de las mariposas plateadas que tiene en la espalda para darle toda la cuerda, porque entonces se lo puede creer arruinado para siempre y terminar arrojándolo con toda razón por la ventana, o, en el más moderado de los casos, al tacho de la basura. Aunque en ocasiones, como es el caso, apenas le baste un pequeño gesto, algo equivalente a un golpecito en el hombro, para toser y volver a arrancar de lo más campante, zambullirse de nuevo en el derrotero de las horas como si nada, y dale que va.
Es de noche, decía. Una noche que podría ser cualquiera, una más entre todas las noches posibles. Pero he aquí que a lo lejos, muy remota (casi, digamos, como si llegase desde la parte de atrás del mundo) se escucha la sirena de un barco que seguramente ahora mismo está abandonando el puerto de Buenos Aires (y aquí se impone otro paréntesis para explicar, primero, que el tipo no está en Buenos Aires sino mucho, muchísimo más arriba y a la derecha del globo, y segundo, que no se sabe bien por qué pero es así, siempre la sirena de un barco sonando en plena noche sugiere, matemáticamente hablando, una despedida) y el hombre que viene a ser el dueño del reloj se pasa una mano por el pelo y bosteza. Se levanta, abre el aparador, y entre la lata de yerba y el tarro de arroz encuentra la botella de whisky. La agarra. Con ella en la mano se encamina hacia la heladera. Del congelador saca una cubetera metálica con cinco hielos. Puede que alcance.
Llega hasta la mesa en donde, entre varios objetos dispuestos sin orden aparente, se encuentra el vaso. Escucha el tintineo frío y saltarín de tres cubos cayendo en ese cilindro de vidrio, y luego vuelca un generoso contenido de alcohol, una pulgada tal vez. Un primer sorbo algo brusco, y la raya de calor líquido lo parte al medio. Se siente bien.
De entre las filas de discos alineados verticalmente en los estantes de la pared escoge uno cualquiera, como si supiera que ninguno de ellos lo podrá defraudar. Aparece la estampa de Miles Davis. Le quita la funda y lo coloca sobre el plato del tocadiscos. Ni bien la música de Blue in green comienza a sonar, ajusta el volumen dentro de un marco apacible y se dirige hacia la ventana. Desde allí se divisan las terrazas dormidas de la ciudad.
El hombre mira entonces las cosas hechas para mirar. La ropa de quién sabe colgada de un cable atado a dos caños que sostienen sendas antenas. Una luz que se prende, una otra más allá que se apaga. Un neumático volteado junto a lo que parece ser la casilla de un perro. Una maceta con planta que sospecha malvones. Algunas chimeneas. Más abajo, un muchacho que cruza la calle.
El momento es propicio para un cigarrillo. Sobre la mesa descansa un atado casi vacío. Toma uno, lo enciende y vuelve a la ventana. Y entonces todo sucede.
Es sencillo: la mirada, ya mortalmente detenida en un punto que sugiere el azar, digamos por ejemplo, el relieve de una cornisa, comienza a olvidarse de sí misma, es decir, de la cornisa, cuando algo como niebla o simple humo de cigarrillo se interpone entre el ojo que la registra y aquel punto escogido, para transformarse en otra cosa que no tiene nada que ver con ella, con su función de mirar, y sí con la memoria de las cosas ya miradas, que es como decir el reverso, o mejor aún, el desván de esos ojos que miran.
Comienza entonces el hombre a ver. Y lo que ve es un puente de piedra, tendido sobre el río en algún punto de la ciudad donde se halla que no es éste, ve un racimo de callecitas apretadas y un boulevard. Ve un paraguas destartalado, con todos sus alambres torcidos y sus varillas quebradas, tirado en el fondo de un parque que no recuerda pero que ve, justo en el sublime instante en que llueve a mares. Y ve a un tipo que podría ser él mismo pero no, con un golpe de voluntad lo viste con otro atuendo y le asigna distintas facciones, le calza un sobretodo raído, le dice que se meta las manos en los bolsillos y lo manda a caminar por esas calles. Que ande, como Lázaro.
La niebla y el humo son cada vez más espesos, y en esa nitidez densa, en ese fondo como pantalla de cine resulta fácil vislumbrar una buhardilla y más abajo un letrero diminuto, un cartelito adosado a un muro donde un pedazo de revoque caído deja a la vista una fila de ladrillos, que reza Rue de Saine. Y mucho más sencillo se convierte ahora imaginarle a ese tipo una búsqueda, un ir detrás de algo que no puede ser otra cosa que una mujer, porque es así, vamos, un hombre transitando las calles de una ciudad que no es la suya, con un sobretodo raído abrigándolo y las manos puestas en los bolsillos no puede estar buscando otra cosa que no sea una mujer, o sí, tal vez, una mujer o la muerte, la muerte propia o ajena, pero el caso es que la atmósfera del momento es tan calma que no dan ganas de salir por ahí a desahuciar fulanos, así que la mujer y punto.
Y entonces, tras una nueva y ansiosa pitada al cigarrillo, suelta una bocanada que robustece la bruma y, mientras ve pasar corriendo a una niñita con una piedra en la mano y una tiza, el hombre retorna hacia la mesa y enciende la lámpara. Coloca una hoja en el carro de la Rémington y se queda pensando un rato largo. Al fin, luego de robarle un trago estupendo y helado al whisky, se anima y escribe, acaso tímidamente, cuatro palabras:
“¿Encontraría a la Maga ?”
* * * * * * *
Homenaje a Julio Cortázar, maestro de muchos por aquí...
* * * * * * *
Homenaje a Julio Cortázar, maestro de muchos por aquí...
No hay comentarios:
Publicar un comentario