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miércoles, 13 de octubre de 2010

Fin de la jornada

La muchacha
inicia su primer día de trabajo.

La muchacha
acaba de recibir las detalladas instrucciones
de boca de la dueña de casa
acerca de dónde debe una (o sea vos)
exacerbar el bramido de la esponja
multiplicar la condición de una franela
o suavizar la melodía de un plumero
y dónde
refregar y refregar hasta que brille
de modo tal que una (o sea yo)
pase su dedo imperial e impoluto
y solo recoja aromas
a pinos silvestres, ¿entendiste querida?

La muchacha
inicia su tarea.

La muchacha
canta,
canta polcas y galopas y charadas
mientras sus pupilas diminutas
y sus manos aún más diminutas
se deslizan
sobre superficies y volúmenes de ensueño.

Graciosas doncellas
de mirada triste y cuerpo de porcelana,
estatuillas fantásticas
de apocalípticos corceles alados,
bustos de antiquísimos próceres,
príncipes de alabastro
y enanos de ónice.

La muchacha
siente que las yemas campesinas se reproducen,
que su tacto se abre en abanico,
que sus ojos
se extravían en un espectro feliz
de reflejos cromáticos,
reflejos que la llevan sin saberlo ni creerlo
hasta la cajita
musical
de la que, en el instante de alzar
la cubierta aterciopelada de la carroza,
surge cálida, misteriosa y dulcísima
y triste, nostálgica y taciturna
la sombra sonora de Bach.

La muchacha
ensimismada
se deja atravesar por la poesía
de otros dedos macerados por el tiempo,
la franela amarilla detenida
a mitad de un mueble, abandonada,
mientras escucha
el ruidito tintineante y cristalino
que provocan
sus diecisiete añitos
reciencitos
cayéndose en partículas minúsculas
de sus brazos, su pelo, su boca
de vidrio
rojo.


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