Vistas de página en total

martes, 9 de noviembre de 2010

Hombre al agua

Era hora...
Lejos, muy lejos de poder ser considerado como parte de alguna forma de justicia divina (la cual, desde mi punto de vista, no existe... ya que la sola aparición y permanencia de estos tipos exime de toda tediosa argumentación) ayer sucedió lo que tendría que haber ocurrido hace 85 años atrás, en el mismo momento de su puto nacimiento: murió Massera.

Soy muy malo para las fechas, pero quien tenga ganas saque la cuenta... Cuando el "turco de mierda" (imagino que ya saben de quién se trata) dictó el indulto a estos garcas aspirantes a próceres, a estos animales sobredotados de soberbia, a estos asesinos que se cagaron hasta en la misma probable "idea de Dios" (¿20 años atrás...?) imaginé que lo único capaz de matarlos sería la tenaz insistencia de sus propios "fantasmas", es decir, de algo que viniese a oficiar como venganza colectiva, donde cada uno de sus millares de muertos, abroquelados y juntos, golpearan en ese cerebro desquiciado con el poder de una aplanadora hasta que no le quedara otra que volarse los sesos.

Fue entonces que escribí este cuento...
  

*   *   *   *   *   *   *

Hombre al agua

Era cuestión de magia que el tipo ese estuviera parado sobre la baranda oscura del río.
La noche, una noche espantosa envuelta en su presagio de tempestades furiosas e inmediatas, con vientos que venían resoplando como búfalos desde la aparición del mundo, se entretenía en agitarle la camisa, en hincharle el pecho hasta lo increíble. Eran vientos que silbaban entre los asustados árboles de la orilla con voces finales, si hasta suena a mentira que lo único en caer y rodar fuera la gorra, una vieja y absurda gorra abandonada a su suerte, apenas un bulto en ese fragor de hojas muertas, basura y podredumbre.

    Arrímese, compadre. Todavía queda lugar.
Una tienda improvisada a la vera servía de refugio a un grupo de pescadores. Un toldo de lona lleno de agujeros y cuatro tabiques de nylon, un farol alimentado a garrafa que colgaba de un tirante, el ambiente viciado de humo rancio y grasa en donde se destacaba la parrilla con algunos chorizos mal cocidos, y un gato que deambulaba entre latas de cerveza y damajuanas vacías. Eso era todo.
El hombre había entrado a la carrera, portando un termo bajo el brazo y un mate. Lucía una boina descalabrada en la cabeza, el agua le chorreaba por la orejas, y para peor se la había apagado el pucho.
— Al menos… puede que ahora cambie y haya mejor pique — dijo, por decir algo.
    Siempre es así — agregó el otro.
Un viejo apareció por encima de su hombro, un poco más atrás, empinando un vaso cargado con vino de un rojo dudoso. Le dio un trago furibundo, sin etapas, y después se quedó algo triste, como mirándose en el vidrio. Suspiró hondo. Fue entonces que murmuró;
— Como decía mi amigo Gregorio, linda noche pa’ mujer o pa’ velorio.
Un muchacho rubio se apresuró a encender la radio. Adentro del aparato una orquesta se esforzaba en tocar Invierno Porteño, o algo que se le parecía bastante, entre tanto carraspeo de fuelles, violines y mala sintonía.
    Qué le sirvo…
El gordo no preguntaba. Mas bien ordenaba, obligaba. Apareció, de la nada y de golpe, llegando por el cortinado del fondo con varias cajas de hamburguesas y otros paquetes entre las manos. Recién ahí el otro reparó en haber visto un taxi estacionado bajo la lluvia, la silueta oscura recortada contra las luces del Aeroparque. Imaginó los bultos manchados de aceite, el olor a neumático impregnado en el pan, el enchastre del hielo derritiéndose entre la mugre del baúl cerrado.
Aquello le arrancó el apetito.
    Una cerveza — dijo.
El gordo lo miró de reojo.
    ¿Y para comer, qué? — Conocía su oficio.
    Si no hay nada mejor… deme un chori.
“Seguro que a esta mierda le llamás derecho de permanencia, gordo hijo de puta”. El tipo buscó bajo el tablón y sacó una cuchilla y un tridente. Cuando atacó la parrilla se oyó un crepitar salvaje, y una gruesa voluta de humo se elevó en el aire y quedó atrapada allí dentro. No supo bien si debía quedarse o salir a que la lluvia lo aplastase. Le empezaron a arder los ojos, enseguida el paladar.
Una ráfaga de viento irrumpió del lado del río, llevándose buena parte de aquel sopor, forcejeando entre hendijas y ataduras de piolines. Se soltó un ángulo del mantel de hule y fue necesario sujetarlo con un pesado frasco de ajíes sumergidos en vinagre. El gordo pasó un trapo pringoso, más sucio aún que la mesa, antes de apoyar el pan.


A cada golpe de viento el tipo ensayaba una nueva forma de equilibrio, se aferraba divertido a cosas inexistentes que veía pasar a su lado, armaba un revuelo de brazos y dedos crispados y uno podía jurar que se vendría debajo de puro borracho nomás y no, ahí la saliva del monstruo voraz e insomne que es el río le mojaba la cara, lo golpeaba en la cara, ahí la noche abría su garganta para tragarlo, y no.


Las palabras se empezaron a enlazar con cierto desgano, primero, en torno al tiempo; luego fueron derivando hacia temas afines, las variedades de anzuelos y carnadas más propicias, ya sea para la captura de un bagre, un pejerrey o lo que fuera, y cuando éste se hubo agotado o caído por desidia le llegó el turno al recuento de epopeyas inverosímiles, de vibrantes y exasperados sucesos cuyo final no podía ser otro que magníficas piezas colgando de la caña. Como la que suscribió uno que aseguraba haber sacado un tiburón azul con cebo de cornalitos en la zona alta del Pilcomayo, allá por el 59’, y la de un correntino que, para no ser menos, juraba y recontrajuraba por su madre muerta haber agarrado en pleno Paraná-Guazú un dorado, un pez que en esa zona no hubiera asombrado a nadie de no haber sido porque, al abrirlo para limpiarlo y embalsamar, le encontraran enrollado el manuscrito original de los Cuentos de la Selva, con firma de puño y letra del mismito Horacio Quiroga, viera usté mi amigo.
La carcajada general no tardó en llegar.
— ¡Va a ser bien jodido matarle el punto a esa, compañero…! — dijo alguien.
— Son patrañas… — agregó el tipo del tiburón, herido de muerte.
— Que Mandinga me guampée ahora mismo si es que yo miento, che señor.
Como por reflejo, todos miraron hacia arriba; de algún lado estaría al caer un rayo.


— ¡Dios, carajo, agarrame si podés…!
Y Dios o lo que fuera le mandó la lluvia, una lluvia violenta y negra que rasguñó los murallones, que desnudó las ramas con un estrépito de hielos verticales, mientras el loco seguía allí riendo y trastabillando en esa finísima cuerda de piedra que separaba los elementos de la noche, con el río hambriento allá abajo estirando sus manos de agua y barro, dispuesto como nunca al abrazo letal.


    ¡Hombre al agua! ¡Hombre al agua…!
El grito llegaba apagado, húmedo, confundido entre los pliegues del temporal. Cuando uno de los hombres se asomó, pudo ver que alguien venía corriendo desde el espigón, haciendo un esfuerzo tremendo por evitar que el aire enloquecido no lo volteara. Ninguno hablaba, y ahora se lo podía oír con más claridad.
    ¡Hombre al agua!
El correntino fue el primero en persignarse.
    ¿Qué pasó?
    Cayó al agua, yo lo vi, se cayó y…
    ¿Quién era?
— No sé, estaba ahí, al fondo del espigón, estaba parado en la baranda, yo lo vi…
    Hay que avisar a la policía.
    ¿Adónde…?
    No sé. Ahí hay un auto… ¿De quién es?
—Mío — dijo el gordo, y gambeteó el convite— Tiene una rueda baja. Además, por lo que veo, es inútil; hoy el río no devuelve a nadie.


El hombre, enteramente loco, daba unos pasos y se erguía; riendo locamente tambaleaba al empuje de algo aún más vacío que la muerte, alzaba los brazos y se colgaba de la noche para no caer en el abismo de la noche y de ese río insondable.
    ¡No tenés huevos, jetón, viejo de mierda…!
Gritaba ahora con el cuerpo inusitadamente rígido. Era un espantadioses clavado a la baranda, los brazos laterales girando como aspas, la risa allá lejos, los ojos en un lejano allá donde Dios o lo que fuera mordía sus venganzas. El pelo ceniza trazaba surcos de látigo en la noche maldita; todo él era un mascarón viviente en la proa del mundo.


Créanme, no estoy loco, no señor, yo no estoy loco, pasa que jamás pensé que llegaría a ver con estos ojos algo tan horrible. Porque fue horrible, fue… cómo decir… la peste… no, ni siquiera… no sé, no sé cómo llamar a eso. El hombre se cayó al río sí, yo lo vi, se cayó. Pero antes… antes… ¿ustedes vieron la tormenta? Entonces habrán visto también la forma, la… no era normal… el río, digo. Parecía furioso, parecía… como si el tipo lo estuviese desafiando con sus saltos ahí en la baranda, sí, eso parecía. Pero no era el río, no señor, era otra cosa. Eso lo supe después… lo supe cuando empezó la luz… Ustedes no me van a creer, una luz azul que venía de allá abajo, de lo profundo del río. Era una luz que crecía, no brillaba, solo crecía. ¿Cómo decirlo?, no estoy loco… empezaron a oírse unos ruidos, unos ruidos como… de gente que camina, sí, el hombre seguía saltando y gritaba cosas, y también se reía, sí, se reía muy fuerte, yo me acerqué un poco más pero igual todavía estaba lejos cuando pasó aquello… se oían esos ruidos y de pronto empezaron los gritos, unos gritos horrendos, como de… como de tortura, sí, eso, eran como de tortura los gritos y el río saltaba y la luz crecía cada vez más, y el viento soplaba con más fuerza todavía y el tipo bailaba ahí arriba, estaba loco, eso creo, debía estar muy loco para quedarse allí con esos ruidos y esos gritos y esa luz, y el viento y el agua tan cerca… y entonces fue que empezaron a aparecer ellos… empezaron a llegar con la luz del río, ellos eran la luz del río, la traían encima, sí, eran muchos, muchos… y cuando todos salieron del agua vi que eran miles, eran miles allí en silencio y esos gritos que subían del agua, y en un momento alzaron las manos todos juntos, sí, y yo vi que no las tenían, lo juro, no tenían las manos… y el hombre se quedó callado de golpe y me pareció que temblaba, ahora temblaba y callaba y ahí fue cuando ellos lo nombraron, lo llamaron por un nombre, ellos lo conocían y él los conocía a ellos, lo llamaron todos juntos, Emilio dijeron, sí… y el tipo se apretó los oídos para no escuchar más y no pudo, eran el viento y el río, la luz y ellos llamándolo, y entonces saltó, sí, saltó al agua, yo lo vi, se tiró y el río lo fue tragando despacio, lo tragaba con placer, sí, con placer… y ellos empezaron a bajar al río, la luz empezó a bajar con ellos y en un instante todo fue silencio, sí, a pesar del viento y de la lluvia que caía todo fue un terrible silencio, por eso digo que vayan y avisen, si quieren… pero yo no creo que lo encuentren, no, no creo que lo encuentren nunca. 


*   *   *   *   *   *