Vistas de página en total

miércoles, 13 de octubre de 2010

El Pacto


Marcela Motta



Porque yo sé que te acordarás del puente, tan viejo y tan bajo ahora que lo estoy mirando desde esta otra altura que a mí me dieron los años. Y del camino de durmientes enterrados en el pedregullo, de estos rieles oxidados que entonces bruñían al paso de la locomotora que despilfarraba niebla y los vagones cargados de vacas. Y de nuestro andar con todo el viento y el sol pegados en la nuca por aquel desfiladero (esos dos altos muros apretados de cardos y malezas) con las cañitas al hombro, cañas verdes de verdad, cañas de cañaverales, y el hilo finito de atar paquetes colgando de la punta y el único anzuelo y el tarro de lombrices.
Claro que te acordás, lo sé. Como también te acordás del humo negro que venía de la fábrica, la fábrica grande que entonces se nos antojaba un barco con sus altas chimeneas oscuras, sus ruidos de máquinas, sus gritos de mando y voces entreveradas, y que todas las mañanas aguardaba, tozuda y paciente, nuestra edad de hombres para tragarnos, como a todos aquí, con su filosa lengua de aluminio, buscándonos con esa gigantesca mano de humo que apenas tocarnos nos ardía atroz en los ojos, inaugurando nuestras primeras puteadas de pibe, el humo negro de la fábrica negra, la puta que la parió.

Bajar del puente era bajar a la laguna. Y a esa ciénaga arrinconada de desperdicios que las viejas nos prohibían bajo amenaza de cinto y minga los tres chiflados. Allí mismo donde (parece que lo viese aún) se pudrió el chancho aquel que una tarde vimos caer desde lo alto, justo cuando el tren atravesaba el puente, nuestro heroico chancho rebelde que adivinando su inminente porvenir de matadero prefirió trepar sobre la resignación de los otros y tirarse de cabeza al foso, y acostumbrado a otras basuras reventó contaminado y se llenó de moscas así de grandes, tan verdes como las cañas.
Y bien: si te acordás del puente, la ciénaga y el chancho, seguro te acordás también de las ranas.
Las ranas.
Era fácil sentir en el aire el mismo olor que sentían las ranas. Era el olor de la tormenta ya próxima, un olor a tierra mojada que el viento traía desde alguna otra parte, la señal.
El primero en percibirlo corría hasta la ventana del otro y silbaba. Y ese otro (vos, yo) salía a la calle echando chispas, trayendo en el lomo la marca de un cinto mal esquivado y en sus oídos la maternal minga para los titanes de la noche. Y había que correr aprisa hasta el escondite de las cañas, el anzuelo y el balde (juro que sigue tan secreto como entonces) y correr más rápido aún por la trocha del tren porque ya se oía a la distancia el canto anuro de las ranas. Anuro, ¿te acordás? Anuras y batracias, como la gorda depravada de la capilla, las ranas.
Y era llegar al puente, tirarse por la pendiente de ladrillos como por un tobogán escabroso y arrimarse a los juncos. Y esperar. El ruido anuro nacía en el barro y subía por entre las hojas finísimas. Allí colgábamos las lombrices bailarinas con el anzuelo atragantado, mientras nos quedábamos mirando las hembras, voluptuosas y rollizas, que adivinábamos entre los nubarrones que empezaban a cubrir el cielo
Y en una espera como esa fue que me dijiste:
— Lo estuve pensando, y tiene que ser en la palma de la mano. En la derecha vale más.
— No sé — te dije yo.
— Sos un cagón.
— No es eso. Vos sabés que no es eso.
El fuerte tirón en la caña te previno y alzaste un trofeo verde y blanco alborotado que con veloz movimiento acercaste a la orilla. El bicho siguió nadando un instante panza arriba en el suelo. Pataleó bruscamente hasta que le di un furioso tajo que lo arrancó del mundo. Y en ese tajo yo estaba matando tus palabras.
“Cagón”, habías dicho.
— Cagón — volviste a decir.
Con el cortaplumas oliendo todavía a sangre verde tracé una línea delgada y roja de un extremo a otro de mi mano. Recuerdo que dolió, carajo. La zurda aferraba inexperta la cuchilla metálica, me fluía un temblor racional, un frío absurdo y casi sagrado bajo el filo vacilante. Oí la cantaleta de mi madre apagándose y huyendo entre los matorrales, dejándome allí solo en medio del aire viciado de lluvias ya cercanas. Algo raro, como la gloria, el honor o la estupidez desembocó en mi risa mordida.
— Ahora vos, boludo — te dije.

Me miraste la mano. Tal vez no habías terminado aún de comprender ni aceptar que fuera yo quien hubiese iniciado el rito, porque al buscarme los ojos y encontrar-los mirándote fijamente tiraste los tuyos al piso, los clavaste en las tripas de la rana y los dejaste allí un tiempo demasiado largo, como interrogándole al bicho si era verdad que todo aquello estuviese sucediendo.
— Te volviste loco.
“No viejo”, te dije con desprecio. “Lo que pasa es que recién ahora te estás avivando de que el único cagón acá sos vos”.
— Pero decime… ¿en serio vos creías en todo eso?
Alcé el hilo. La rana giraba ahora en círculos vertiginosos, desenrollándolo en su ya muerta gravedad. Una bandada de patos se lanzó en vuelo rasante sobre la laguna. En lo alto se oía el canto monótono de los teros.
Toda la escena se desplegaba con una muda simpleza, con una certidumbre de hierro candente, ese fuego vital que se desprende y aviva los sucesos ya condenados a vagar en la memoria. Lo sabíamos. Lo sabías. Allí parados, vos y yo, estábamos cotejando los indicios de una audacia rudimentaria, de un coraje incipiente todavía, de algo que, sórdido o fatal, se parecía en mucho a la dignidad. Y más que al dolor, entonces, le tuviste miedo al acto de mirarte para siempre en ese espejo. De otro modo no hubieras dicho aquello que yo ya esperaba como a nada:
— Dame el cuchillo


4 comentarios:

  1. ¡¿entonces tenès otro hermano de sangre???

    ResponderEliminar
  2. ja ja... casi.
    Es una pena decir que esto, tal cual está escrito, nunca sucedió... pero como en casi todos los cuentos, uno arma una historia en base a hechos y personas reales, cambia detalles, les agrega o les quita sal y pimienta, lo sirve a su gusto...
    En esa época de infancia tuve muchos "hermanos", y con cualquiera de ellos hubiese podido vivir este relato...

    Un abrazo, y la próxima vez escribí tu nombre al final, así sé quién sos...!!

    ResponderEliminar
  3. No lo conocías, Negra...!!!!??? Fijate lo hermoso del dibujo de Marcela también, una genia....!!!!!!!

    ResponderEliminar