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miércoles, 13 de octubre de 2010

Diarios de travesía

Pablo Arditti


La sed. Nada comparable a la sed.
Ya nadie duerme en la barcaza.
Entrada bien la madrugada, agazapado en un profundo hueco hecho de delirios, alguien abandonó la plegaria en el instante mismo en que una fugaz navaja se cruzaba en su garganta. Alzó una mano intentando resistir el embate, pero ya los otros habían olido la sangre y se abalanzaban con aullidos de sed. Y huían. Los últimos llegaron jadeando como perros y se dieron a lamer los despojos. Sus lenguas se astillaban en la madera podrida y sucia de la cubierta. Y como los otros, también huían. El capitán y su séquito (esos pocos infelices que aún velan por sus blasones inútiles y reparan en su voz de mando) acudieron con las armas prestas, maldiciendo a la noche que amparaba ese aquelarre. Yo he visto en sus ojos, también, el brillo oscuro de la sed. Su majestad les impide esa miseria y lo saben. Como saben que en contados días ya nadie sentirá sed en la barcaza. Ya nadie quedará.
Tampoco ellos, que ya no duermen.

El más joven de los nuestros no soporta el hedor de la sangre ajena en las encías y grita. Tambalea en peldaños invisibles y cae, se incorpora, grita y vuelve a caer. Arroja una mirada pavorosa sobre el ruedo de camaradas impacientes, sobre los apretados dientes ya listos para el asalto. Se levanta, a estribor, y en un repentino destello de humanidad se decide y salta. Salta a que la muerte lo proteja de aquella otra muerte.
— ¡Ahhhh….!
La débil luz de una antorcha certifica el inicio del festín allá abajo. No son más de cuatro, tal vez cinco las aletas. Es uno solo el horror.

Con una exasperante lentitud el alba comienza a abrirse paso entre los muros de la bruma. Un cortejo de pupilas miserables intenta horadar la enorme esfera donde vagamos a tientas, mas en vano. El cielo y el mar son una misma amalgama salitrosa de límites imperceptibles, donde parecen deambular trastornadas siluetas humeantes, un reguero de mutaciones monstruosas.
Una claridad levemente rojiza se destaca sobre el flanco izquierdo de la nave. No es allí, precisamente, donde debiera haber aparecido. Y la evidencia de haber torcido al sur durante el curso de la noche nos trae la confirmación de que estamos a la deriva. El timonel corrige el rumbo en medio de blasfemias erizadas. Una hora más tarde, el sol abre su ojo diminuto y se estaciona en el centro del barandal de popa. Algo más tarde aún, la niebla se disipa, y a la distancia de un catalejo que gira en fatigados vaivenes solo se vislumbra el ondular enajenado y metódico del agua golpeando con violencia, allá lejos, los abismos.
Yo estoy aquí, aferrado a esta sorda lucidez como a una tabla que postergue la locura, anotando estas palabras en mi diario con la tenacidad de los escribas que plasmaran oráculos de hechiceros y sacerdotes en trance. Debo permanecer alerta. Será muy larga la jornada este día. Tanto más larga cuanto más retrocede la esperanza.

Fue estúpido, inverosímil. Las cinco naves reales con la totalidad de sus velámenes desplegados, sus magníficos estandartes flameando en lo alto de sus mástiles y todo su orgullo imperial navegando en perfecta formación, sorprendidas por el huso de viento que creció de la nada, se hizo tromba y huracán con una rapidez de relámpago, obligándonos al repliegue, la ruptura de la pompa, el desconcierto.
Se desbarataron los rumbos.
Trepado a las cuerdas del palo mayor vi el rostro furioso del mar tragándose a los hombres como ínfimos insectos, hundiendo sus afilados colmillos de agua en el casco, echando por los aires un juramento salvaje.
Lo supe después. Aquel era el primero de todos los miedos...

(Fragmento)


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